“Moby Dick o La Ballena”, la novela que escribió Herman Melville en 1851, es una obra tan fascinante, inmensa e inabarcable como el gran cetáceo blanco de su título y desde que la conozco se ha convertido en una obra de la que leo, veo y atesoro con obsesiva pasión sus innumerables versiones y ediciones, tanto literarias, como cinematográficas o de cómic.
Para algunos, esta novela es solo una imaginativa historia de aventuras sobre la persecución y caza de una gran ballena, para otros una obra con tintes filosóficos y existencialistas, para otros un relato de terror marítimo que simboliza el eterno enfrentamiento entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, para otros la perfecta plasmación de la obsesión humana por lo inalcanzable de un hombre que arrastra a su tripulación a un verdadero descenso a los infiernos, para otros la historia de odio y venganza de un hombre atormentado frente al animal que destrozó su vida… Es todo eso y mucho más porque ante todo Moby Dick es una obra inagotable en todos los sentidos y repleta de múltiples lecturas.
La novela de Melville, considerada por muchos como la gran novela americana de todos los tiempos, comienza como un relato de iniciación del joven marino Ismael, narrador y testigo de toda la historia que acontece en la obra, que ávido de nuevas experiencias tras conocer a Queequeg, un arponero indígena polinesio, se enrola en el barco ballenero «Pequod» en el puerto de Nantucket en busca de sustento y aventura. A continuación la historia se torna un retrato costumbrista del día a día del barco ballenero y su tripulación hasta que aparece en escena Ahab, el capitán del barco, un viejo lobo de mar al que asedia el fantasma de Moby Dick, una gran ballena blanca que le produjo una gran cicatriz que surca su cara y otras que recorren todo su cuerpo y le arrebato una pierna a la que ahora sustituye una ortopédica construida con el hueso de una ballena. A partir de este instante, la historia se torna un relato psicológico de la compleja personalidad de este capitán mezclado con una epopeya de aventura y terror de la mortal persecución de Moby Dick, la ballena que Ahab emparenta con Leviatán , la bestia marina asociada con Satanás que aparece en el Antiguo Testamento.
Cargada de simbolismos como en el caso de la propia Moby Dick, una ballena albina cuyo color blanco lejos de representar la pureza y la inocencia, representa el fantasma de la mismísima muerte. El doblón de oro que ofrece Ahab como pago al primer marino que aviste a Moby Dick que simboliza la siempre implacable ambición humana. El fuego de San Telmo bañando el arpón de Ahab que actúa simbolizando una fuerza superior anunciadora cuando el enloquecido capitán se erige como Dios del «Pequod» frente a su tripulación. O el ataúd que serviría de mortaja al arponero polinesio pero que finalmente se convierte en el bote de salvamento de Ismael
«Moby Dick» son muchas historias en una, son muchas lecturas en una, pero ante todo es una metáfora de algo tan universal como la eterna búsqueda por parte del ser humano de la sabiduría y los secretos del universo, del dominio de la naturaleza y en última instancia del sentido mismo de su existencia.
Cada uno tiene su «Moby Dick» particular, en mi caso, como dibujante que soy, es la búsqueda y la persecución implacable del trazo perfecto y del color adecuado en cada ilustración. Cuando por fin los puedo ver a lo lejos, siempre grito exultante: ¡Por allí resopla!